La vida cambia deprisa.
La vida cambia en un instante.
Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba.
Joan Didion
Pensaba comenzar este blog con algunas publicaciones que había preparado para la ocasión, aclaro que todos estos preparativos los había hecho antes del coronavirus; ahora me parece insensato empezar esto pasando por alto lo que nos ocurre en estos momentos, hacer como si no estuviese sucediendo y simplemente publicar los textos que ya tenía en el cajón. Así que después de pensármelo un tiempo y de que algunos acontecimientos golpearan la tranquilidad de mi vida, decidí que la mejor forma para iniciar era haciendo una breve reflexión sobre lo que nos está tocando vivir.
Hace seis meses estábamos comenzando un nuevo año, el año 2020, muchos lo iniciamos con un sin fin de planes en mente; preparábamos viajes, bodas, el recibimiento de un nuevo miembro de la familia, el lanzamiento de un nuevo emprendimiento, etcétera. Otros iniciábamos el año reponiéndonos de una mala racha, una enfermedad, un rompimiento, un divorcio, la pérdida de un ser querido o saliendo de un bache financiero, no importaba cual fuera la condición en la que iniciábamos el año, la mayoría estábamos convencidos de que el 2020 iba a ser nuestro año o por lo menos iba a ser mejor que el anterior.
Recuerdo que entre finales de diciembre de 2019 y principios de enero de 2020 se leían noticias en algunas partes sobre la existencia de un nuevo virus que estaba haciendo estragos en China; debo admitir que todo esto me pareció tan lejano que para ser honesta no logró preocuparme ni una pizca, en su momento me limité a sentir pena por lo que estaba pasando al otro lado del mundo, de mi mundo. Pensé que solo era cuestión de tiempo para que los chinos encontraran una solución a su problema y entonces la situación no pasaría a mayores.
A mediados de febrero Raúl y yo tuvimos que hacer un viaje a la Ciudad de México, fue un viaje de tres días, solo íbamos a asistir a unas mesas de trabajo y retornábamos a Campeche, tan solo una semana después de ese viaje nos enteramos que ya se había dado el primer caso de coronavirus en México y así fue como empecé a notar que en mi contexto más cercano, el coronavirus estaba dejando de ser un comentario sobre algo lejano, que parecía que nada tenía que ver con nosotros, para pasar a ser una conversación constante y en tono de preocupación ante la posibilidad de que un ser amado o nosotros mismos termináramos infectados. Mientras tanto el rumbo del país iba cambiando, se empezaron a cerrar centros comerciales, parques, escuelas, oficinas y así de poco en poco nos iba cambiando la vida a todos; para marzo México ya se había declarado en estado de emergencia sanitaria y en todos lados redoblamos esfuerzos para cuidar a los nuestros y a nosotros mismos.
En este punto ya me sentía bastante abrumada con la situación, recuerdo que incluso tuve una crisis de migraña de esas que te dejan botado dos días, en los siguientes días tuve un ataque de ansiedad y por primera vez en mucho tiempo me permití llorar y quejarme de mi situación, recuerdo también que al siguiente día me sentí avergonzada, después de todo ¿Cómo era posible que me tomara el atrevimiento de quejarme? si mi situación podía considerarse “privilegiada”; mi condición laboral podía permitirme hacer cuarentena sin tener que preocuparme por qué iba a comer o dónde iba a vivir, mientras ahí afuera había tanta gente los suficientemente ocupada que ni siquiera había tenido el tiempo de notar que se estaba enfermando y que probablemente estaba enfermando a los demás; gente que estaba tan angustiada por poder ir a trabajar y conseguir alimento que, aunque tuviera síntomas de COVID – 19 ni siquiera podía plantearse la idea de quedarse en casa, cuidándose, cuidando a los demás; aquí fue donde entendí la frase: “si los derechos que tenemos no los tienen los demás, entonces no son derechos, son privilegios”.
Y entonces sucedió, el virus alcanzó a un ser querido, aun no puedo poner en palabras lo que sentí cuando me avisaron que estaban a punto de hospitalizarlo, era consciente de que ya llevaba varios días enfermo y habíamos acatado la instrucción de cuidarlo desde casa, estar pendientes de cualquier cambio en su respiración y en caso de que empeorara llevarlo inmediatamente al hospital; todo paso muy rápido, por la mañana su nivel de oxigenación estaba en 90%, hacía las dos de la tarde su nivel ya había caído a 80% y para cuando dieron las seis de la tarde él ya estaba hospitalizado; en su momento no pude entenderlo, recuerdo que cuando me dieron la noticia yo estaba en la oficina, ese día al terminar el trabajo llegue a casa, tome un baño, me senté en el sofá de mi casa y entonces pude sentirlo, era como si mi alma abandonara mi cuerpo, estaba entumecida, no sabía que hacer; un día antes había comprado todo para hacer arroz con leche y llevárselo, planeaba prepararlo esa tarde; me aterro la idea de ya nunca poder preparar un arroz con leche para él, cuando por fin pude salir de ese estado de entumecimiento me levanté del sofá, limpié mi cocina, y guarde todos los ingredientes del arroz con leche mientras hacía una oración, no podía hacer nada más, me recordé a mí misma la fragilidad de nuestras vidas.
“La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”, en los siguientes días esta frase de Joan Didion no paraba de dar vueltas en mi cabeza, fueron siete días eternos, siete días sin verlo, siete días pegados al teléfono esperando recibir noticias alentadoras, muchas veces tuve miedo de contestar y escuchar lo peor; pasaron los días, él empezó a mejorar, mi alma iba regresando poco a poco a mi cuerpo, llego el momento en que le dieron el alta en el hospital; ese día prepare el arroz con leche más delicioso.
Muchas veces sólo cuando estamos frente a un peligro inminente es que podemos valorar realmente lo que tenemos, solamente ante esta situación aprendimos a priorizar nuestra salud y bienestar por encima de lo que es material o monetario; por supuesto, surge la preocupación por el impacto en la economía; pero en el fondo, a pesar del malestar, parece que colectivamente tenemos que dejar en claro que la prioridad es el bien común. Creo que es momento de tomar nuestra responsabilidad como parte de esta sociedad y empezar a organizarnos para crear mecanismos que aseguren el bien común de todas y de todos; creo que todas las personas tenemos el derecho de cuidar de nuestra salud y de la de nuestros seres amados, porque al final, si los derechos que tenemos no los tienen los demás, entonces no son derechos, son privilegios.